sábado, 31 de enero de 2009


AGUSTIN DE HIPONA (354-430)
De San Agustín he dicho en clase que fue el crápula redimido. Con ese apelativo me refiero al capítulo de su vida de juventud que él mismo reconoce como disoluta (os remito a la lectura de su Confesiones). De su vida de diletante lo rescata el cristianismo, una religión redentora de la humanidad que acababa de dar el pistoletazo de salida a una nueva visión del mundo y que había nacido en el Oriente Próximo bajo la unión de dos tradiciones: la romana y la judía. El cristianismo en la época que vive Agustín se encuentra recién depurado. El concilio de Nicea (325) ofrece como resultado una primera ortodoxia institucional fruto de las disquisiciones filosófico-teológicas de los Padres de la Iglesia, que trataron de mediar entre la religión incipiente y la sesuda tradición del pensamiento griego. Con todo, el pensamiento cristiano aún no ha encontrado suficiente acomodo. Plotino (205 al 270) había realizado un serio esfuerzo de recuperación de la tradición platónica, pero eran muchas las escuelas de pensamiento que pugnaban por ganar adeptos en aquella época. La de los maniqueos, por ejemplo, fue la primera escuela frecuentada por Agustín, aunque siempre dejó en él una sensación vacía. El contacto con San Ambrosio consiguió rematar la faena que había comenzado su madre, que Agustín abrazase definitivamente el Cristianismo como fe, religión de la que llegó a ser ministro potentado de la ciudad de Hipona.

Agustín se presenta en la antropología como un recuperador indirecto del planteamiento socrático de la introspección. La vivencia de la crisis externa (decadencia de Roma), y la falta de soluciones sofisticadas por parte de escuelas como la Maniquea o la Pelagiana provocan en el santo una actitud similar a la que el relativismo de la sofística provocó en el feo ateniense, a saber, la búsqueda en los recónditos rincones de la conciencia del hombre de principios ciertos; el conócete a ti mismo socrático se convierte en el no salgas fuera, vuélvete a ti mismo, la Verdad habita en el hombre interior, y esto supone tanto como conceder a Platón la necesidad de la existencia de dos naturalezas, o mejor, dos realidades diferenciadas: una engañosa y otra cierta. Agustín, que ya ha dejado al margen la vida disoluta de los placeres de su juventud otorgará preeminencia a esa realidad cierta y la revestirá de propiedades superiores. La naturaleza humana será fundamentalmente espiritual. El hombre es, sobre todo, un alma, un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y corrupto en el que se encuentra encerrada, presa. A su vez, el alma contendrá dos aspectos diferentes: una razón inferior encargada de trabar conocimiento con la realidad sensible, cambiante del entorno físico, es decir, una razón que se ocupe de la Ciencia; y una razón superior que tiene como objetivo la más alta sabiduría, el conocimiento de lo inteligible, lo más cercano a lo más elevado, es decir, a Dios mismo. Así, aparentemente, San Agustín pretende colocar al Dios cristiano, un peldaño por encima de donde Platón situó los logros de la razón. Por lo que a nosotros y nuestro programa se refiere, Agustín dotará al cristianismo de auténtica relevancia filosófica, en un camino que más tarde continuará el otro personaje del que trataremos más adelante, Tomás de Aquino. Así, podemos decir que la imagen del hombre medieval, a partir de la obra del de Hipona se formó como una síntesis de los principios teológicos del recién nacido cristianismo y de parte del importante aparato metafísico platónico. Este modelo, además, se conservó, más o menos intacto durante buena parte de los siglos posteriores, hasta que, entrado el siglo XIII llegaran a la parte occidental de Europa las interpretaciones de comentaristas musulmanes sobre las obras del más aventajado de los discípulos de Platón, el estagirita Aristóteles. Con ello llegaron también las principales críticas a las flaquezas del sistema platónico. Será Tomás de Aquino quien lime las impurezas realizando una nueva síntesis que toma elementos tanto platónicos como cristianos y, por supuesto aristotélicos.

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