sábado, 13 de junio de 2009

KARL MARX


KARL MARX 1818-1883.

Isaiah Berlin ha declarado que no ha habido pensador en todo el siglo XIX que haya ejercido mayor influencia que Karl Marx, y a él le debemos uno de los mejores estudios sobre su vida y su obra. Demonizado por unos y endiosado por otros, lo cierto es que cumple con el tópico de no dejar a nadie indiferente, y desde luego si que es probable que se trate del pensador que más influencia ha dejado fuera del mundo académico.

Marx fue un alemán exiliado al que dio cobijo en Inglaterra F. Engels, una figura clave en la vida de nuestro autor, amigo fiel e infatigable que posibilitó, de todas las maneras posibles, que el genio de Marx se desarrollara. Junto a Engels firmó Marx alguna de sus principales obras.
De entre la numerosa e intensa bibliografía del autor podemos destacar las siguientes obras:
-. El Capital.
-. Crítica al programa de Gotha.
-. Crítica de economía política.
-. El manifiesto comunista.
-. Las tesis sobre Feuerbach.

Respecto de sus influencias más importantes podemos destacar el peso que tuvieron en la elaboración de su pensamiento tres vectores principales:
Hegel. Del gran filósofo idealista tomó Marx la idea de la dialéctica como herramienta impulsora del cambio en la historia. Para resumirlo aquí, puesto que este es un concepto extraordinariamente complejo en Filosofía, podemos decir que la dialéctica es el proceso por el cual dos contrarios (tesis y antítesis) generan un tercer elemento (síntesis) que constituye un avance respecto de las posiciones iniciales. Más tarde volveremos sobre este espinoso asunto.
Feuerbach del que hemos tenido oportunidad de hablar en clase con motivo de su planteamiento ateísta también produjo una honda huella en el pensamiento de Marx. De él tomó la idea de las superestructuras ideológicas como producto netamente humano. Recordemos que para Feuerbach la idea de dios no era otra cosa que un ideal de ser humano maximizado en sus características, es decir, un mero producto antropológico y antropomórfico. Esta idea maridará a la perfección con la concepción materialista de Marx.
El socialismo utópico (Proudhon, Saint-Simon o Fourier). Este movimiento europeo activará en Marx la eterna preocupación por las condiciones de vida del ser humano en un ambiente tan hostil como el de la Revolución Industrial.
Además de estos tres vectores podríamos señalar la impronta dejada por los materialistas clásicos como Demócrito, a quien Marx dedicó, precisamente, su tesis doctoral (Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro)

Vamos pues con los principales conceptos de Marx que a nosotros nos interesan.
Alienación. Afirmar que un hombre está alienado es decir que se ve privado de algo que de forma natural le pertenece. En el caso de Marx, su preocupación se dirige hacia la alienación del trabajo. Para Marx el trabajo es la principal diferencia del hombre respecto del resto de animales, su rasgo específico y esencial. Claro que trabaja la abeja que realiza la arquitectónica de una colmena, pero esa abeja no tiene plano alguno en su cabeza. El hombre es capaz de realizar dos veces esa colmena: primero en su cabeza, después materialmente. Por tanto en el producto del trabajo del hombre, vamos a encontrar lo que determina la naturaleza humana, una extensión de nuestro ser más íntimo, si queremos. Cualquier usurpación del producto de nuestro trabajo constituirá entonces un atentado contra nuestra propia naturaleza.
El hombre ha atravesado, a lo largo de la historia, por varios estadios económicos desde las sociedades del trueque hasta la sociedad industrial. La principal diferencia entre esos dos periodos es que en esta última los medios de producción (vale decir las herramientas de trabajo en un sentido muy amplio) no pertenecen a la persona que los trabaja. A través del control de los medios de producción una clase social, la de los burgueses, se asegura el control del trabajo del proletario (el trabajador), que, a cambio, percibe un salario que le permite su subsistencia. Pero en ese intercambio entre el burgués y el proletario este último se deshumaniza. El hombre creaba objetos (mediante su trabajo) otorgándoles valor, objetos que le servían para sobrevivir; pero en la sociedad industrial crea objetos no con valor, sino con valor de cambio, es decir, objetos que se pueden trocar y cambiar por otros objetos independientemente de las diferencias que haya entre ambos[1]. En la diferencia entre el valor y el valor de cambio va a situar Marx la plusvalía, que, al fin y al cabo no va a ser otra cosa que esa parte del trabajo del proletario que siempre se queda el burgués, y por tanto la porción cuantificable de la alienación del trabajador.
En palabras de Marx la alienación del trabajo consiste en:
(…) el hecho de que el trabajo es externo al obrero, no pertenece a su ser, y por lo tanto éste no se fortalece en su trabajo, sino que se niega, no se siente satisfecho sino infeliz, no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que extenúa su cuerpo y destruye su espíritu.
El concepto de alienación del trabajo es relevante para nuestro tema precisamente por que Marx lo sitúa a la base del resto de alienaciones que sufre el hombre, sobre todo de la alienación política. En ésta, el Estado se levanta frente a los hombres concretos y en contra de ellos para poder dominarlos.

El materialismo histórico es otro de los conceptos clave del pensamiento marxiano. Para Marx no es la conciencia la que determina el ser del hombre, sino su ser social quien determina su conciencia. Retomando el conocido argumento de Iturrioz, personaje de la novela de Pío Baroja el árbol de la Ciencia cuando dice que el pobre tiene conciencia de pobre y el rico conciencia de rico Marx diría que es la pobreza del hombre la que genera su conciencia de pobreza y no al revés. Por lo mismo añadía, y ya lo vimos al hablar de su ateísmo, que la idea de dios no era más que un instrumento de la clase dominante, producto de su conciencia, es decir ideología, para perpetuar su dominio sobre la clase del proletariado. Y en esta misma línea va a situar Marx el concepto del Estado. Éste no sería algo muy distinto de la religión en ese sentido apuntado. El instrumento de dominación puramente ideológico que perpetúa el control de la clase dominante sobre la clase dominada, que en el contexto del pensamiento marxista es la oposición entre la burguesía y el proletariado.
La solución de Marx a este conflicto dialéctico pasa, históricamente hablando, por la revolución de un proletariado que se haga consciente de su propia alienación, así como de una burguesía consciente de la suya (pues también la tiene, aunque este tema sea demasiado especioso como para tratarlo aquí). El resultado, el advenimiento del comunismo mediante la dictadura del proletariado en un principio para llegar a una circunstancia en la que se disuelva la lucha de clases[2], contexto en el cual no tendría sentido alguno el concepto de Estado.
[1] Para eso creamos el dinero que, en última instancia, no es más que una suerte de traductor de valores de cambio de todas las cosas imaginables.
[2] De la tesis (el proletariado) y la antítesis (la burguesía) avanzaríamos hacia la sociedad sin clases (síntesis)

viernes, 12 de junio de 2009

J.J. ROUSSEAU


JEAN JACQUES ROUSSEAU. 1712-1778.

Rousseau nació en Ginebra[1], por aquel entonces república independiente, y a esta misma ciudad le debe gran parte de su inspiración política muy a pesar de lo contradictorio de su relación con ella. Claro que lo realmente difícil será encontrar aquello con lo que Rousseau no mantuviera una relación difícil. Estamos ante el más incalificable de los autores ilustrados; colaborador de los enciclopedistas D`Alambert, Diderot o Voltaire en ese monumental ejercicio de conservación del saber humano que fue la Enciclopedia, no dudó un solo instante volverse contra ellos en cuanto sus planteamientos dejaron de parecerle dignos. Igual de truculenta fue su relación con David Hume. El pensador escocés lo invitó en los últimos años de su vida a refugiarse en su hogar, perseguido como estaba, por aquella época, por franceses y ginebrinos, y aunque Rousseau aceptó gustoso, no dejó que pasara mucho tiempo antes de volver al continente por una repentina y enfermiza desconfianza hacia el empirista.
Lo más significativo de aquellas idas y venidas por toda Europa fue que lograra conciliar los odios de ateos, creyentes y deístas, es decir que Rousseau fue un personaje envuelto en la polémica allá donde dio con sus huesos.
No obstante, todo lo anterior nunca le ha impedido, con el transcurso de los años, convertirse en uno de los referentes políticos más importantes de toda la historia de occidente. Inmanuel Kant descubrió en sus obras la perfección moral que, en Física, había encontrado en las obras de Newton; y el marxismo siempre encontrará en el ginebrino el trampolín perfecto para sus tesis.

Pero vamos ya a aquello por lo que un alumno de bachillerato debe interesarse relativo a J.J. Rousseau.
Si en Hobbes encontrábamos unas tesis políticas que nacían de la intención de salvaguardar el poder absoluto del monarca Carlos II frente a posibles ingerencias de tipo, más o menos, parlamentaristas como la de Cromwell; y en Locke unos planteamientos llamados a fundamentar desde un principio los fundamentos de la monarquía parlamentaria de Guillermo de Orange; en Rousseau, lejos de encontrar una mera construcción política ad hoc, encontraremos toda una crítica social.
Anticipador de las ideas del Romanticismo, Rousseau arrancó sus planteamientos de la pregunta acerca de la eficacia de los adelantos en las Ciencias y en el Arte que vivió su época. ¿Nos hacen más felices? Pareció preguntarse el atribulado compositor. ¿Convierten al hombre esos adelantos en un ser más libre? ¿Qué es lo que impide pues esa felicidad que el hombre debiera haber conseguido una vez alcanzado el estadio de desarrollo de la Ilustración?
Así pues, su planteamiento fue de lo más ambicioso.
Los descubrimientos geográficos habían colocado al hombre europeo ante otros tipos de seres humanos y esto había alimentado toda una literatura acerca del hombre en estado de naturaleza es decir, en un estadio primigenio en el que no conocía civilización alguna. Como ya sabemos, aquello se convirtió en un, muy común, presupuesto de trabajo para muchos pensadores. Hobbes se había imaginado ese estado primigenio como un infierno de luchas y disputas insuperable mientras no conviniéramos todos en firmar, en tanto que individuos, una suerte de contrato que instaurase un Estado poderoso y redentor del hombre lobo para el hombre. Locke no recurrió a ese estado del buen salvaje para propugnar su tesis contractualista al menos en un plano tan marcado como el de Hobbes o el Rousseau, aunque si imaginaba un momento inicial en el que, para salvaguardar los derechos naturales de la vida, la libertad y la propiedad, los ciudadanos firmaban un acuerdo que fundamentaba el Estado y que, además mantenía una cláusula para aquellos casos en que los gobiernos no respetaran ese pacto legitimando la rebelión del pueblo frente al tirano. Rousseau cierra la nómina de los grandes contractualistas, y a ese contrato va a dedicar el título y la temática de su obra más conocida, El contrato social. Su planteamiento inicial es el contrario del de Hobbes. Para el ginebrino, el hombre en ese estado inicial de naturaleza es todo bondad, y será la civilización quien lo pervierta convirtiéndolo en una presa de su amor propio que le hace considerarse respecto del resto de la sociedad. El hombre es razón, y en eso acertaban el resto de los ilustrados; pero no solo razón, y aquí es donde se separa Rousseau del resto de los ilustrados y entronca con movimientos posteriores. El hombre también es impulso, pulsión, pasión y sentimiento; y aunque si solo fuera regido por estos sería un animal cualquiera, sin estos no deja de ser un animal parecido.
Pero volviendo al estado de naturaleza. ¿Cómo pasa el hombre del estado natural al estado social? El principio clave aquí es la Voluntad General que ama el bien común.

El vínculo social es consecuencia de lo que hay de común entre los intereses divergentes (de los individuos) y si no hubiese ningún elemento en el que coinciden todos los intereses, la sociedad no podría existir. Ahora bien, puesto que la voluntad siempre tiende hacia el bien del ser que quiere y la voluntad particular siempre tiene por objeto el bien privado, mientras que la voluntad general se propone el interés común, de ello se deduce que sólo esta última es, o debe ser, el verdadero motor del cuerpo social.

Esa voluntad general no se configura a través de un pacto entre los hombres y una tercera persona. Es más bien un pacto entre iguales, un pacto que presupone la igualdad entre todos los firmantes. No es una mera suma de voluntades individuales, sino la realidad que resulta de que todos los individuos renuncien a sus intereses particulares a favor de la colectividad. En eso mismo consiste el Contrato Social. Y como es fácil de intuir, esta idea se sitúa en el trasfondo de las democracias occidentales con un alcance innegable.

[1] Para Rousseau, Ginebra encarnaba perfectamente el modelo político ideal por ser una ciudad no excesivamente grande, pero tampoco de tamaño insignificante, con una cierta autonomía que nos recuerda la de la politeia de la ciudad ideal de Aristóteles.